¿Murió con Khashoggi el orden mundial?
WASHINGTON, DC – A principios de este mes, Jamal Khashoggi, columnista del Washington Post y destacado crítico del gobierno saudita, entró en el consulado de Arabia Saudí en Estambul para recoger la documentación que le permitiría casarse con su prometida turca. En vez de recibir ayuda del gobierno de su país fue torturado, asesinado y descuartizado por un equipo de agentes saudíes. Este crimen estremecedor plantea serias cuestiones sobre el equilibrio adecuado entre la defensa de los derechos humanos y el mantenimiento de alianzas duraderas (y lucrativas). El descaro con el que miembros del gobierno saudí mataron a Khashoggi, por no hablar de la escasa respuesta de los gobiernos occidentales, dejó al descubierto la frialdad con la que se elaboran las maquinaciones geopolíticas.
Se suele fomentar la transparencia pero, en este caso, la revelación de lo sucedido tiene un alto precio. Creer que los principios, los valores y las reglas tienen peso en las relaciones internacionales produce un efecto estabilizador. Pero en el momento en que se pone en duda ese convencimiento, por ejemplo, con el envenenamiento hace unos meses del ex doble agente ruso Sergei Skripal y su hija en suelo británico, el orden global queda dañado, tal vez, sin remedio.
Al efecto deslegitimador de estos episodios se suma el abandono general de formalidades — como reflejan los cambios en los códigos de vestimenta laborales y en las normas de comunicación — impulsado por el auge de las redes sociales. A medida que se desdibuja la línea que separa la vida pública de la privada, aumenta la presión para que las personalidades públicas parezcan tan “reales” y “normales” como nuestros vecinos y colegas. Hasta el Papa Francisco ha publicado un álbum de rock.
Pero no todos estos cambios son necesariamente a peor. La ruptura con las estructuras formales puede crear un espacio para el pensamiento independiente y la innovación. El peligro se presenta cuando no existe un marco que oriente nuestra conducta —y, en especial, la conducta de nuestros líderes— y que garantice que se acaten ciertos valores compartidos o se cumplan expectativas razonables.
El presidente estadounidense Donald Trump personifica este riesgo. Desde su entrada en la escena política, Trump ha roto con las expectativas de cómo debe comportarse un candidato a la presidencia estadounidense y, ulteriormente, un presidente de los Estados Unidos. No tiene nada de malo que un dirigente político se comunique con sus votantes de forma franca y directa, pero el tono y el estilo de las declaraciones de Trump, efectuadas en su mayoría por Twitter, son sumamente dañinos. Sus inadmisibles insultos, sus alusiones racistas disfrazadas y sus ataques injustificados a los medios y otras instituciones democráticas, agravan las divisiones políticas y sociales al mismo tiempo que menoscaban el prestigio de la presidencia en particular y de los Estados Unidos en general.
El inédito enfoque transaccional (y errático) de Trump en política exterior, es igual de desestabilizador. Al principio su estrategia negociadora se enmarcaba, en cierto modo, en valores más amplios que buscaban una mayor “justicia” en las relaciones de Estados Unidos, ya fuera en lo que respecta a la cooperación en materia de seguridad con los aliados de la OTAN o en estrechar los lazos comerciales con China. Pese a la retórica trumpista del “Estados Unidos primero”, esas acciones parecían apuntar más a reequilibrar el sistema que a destruirlo.
Pero, aunque la respuesta de Trump al caso Khashoggi dista por completo de cualquier valor común, hay que admitir que hace décadas que los presidentes estadounidenses, y con ellos los líderes europeos, consienten a Arabia Saudí, y que los dirigentes de todo el mundo suelen basar sus decisiones de política exterior en la realpolitik más que en consideraciones éticas.
Es la primera vez que un presidente estadounidense reconoce sin tapujos la naturaleza puramente transaccional de sus decisiones políticas. Trump declara abiertamente que los sauditas “gastan 110.000 millones de dólares en equipamiento militar y cosas que crean empleo” en Estados Unidos. Y añade: “no me gusta la idea de cortar una inversión de 110.000 millones de dólares”.
Pese a que las cifras utilizadas son cuestionables, los comentarios de Trump constituyen una manifestación clara de su interés económico. La seguridad, incluso el orgullo, con la que hace semejantes declaraciones, indica que realmente hemos entrado en una nueva era; una era en la que ni siquiera podemos esperar que nuestros líderes cumplan con el mero requisito de intentar adaptar sus decisiones a la narrativa basada en reglas o valores.
Alejarse de esta narrativa es arriesgado puesto que es vital para mantener la credibilidad del orden global y lograr el apoyo de los votantes nacionales. Al igual que ocurre con el liderazgo efectivo y con el respeto al Imperio de la Ley, para garantizar la supervivencia del sistema es esencial tener fe en él, aún si esta está contaminada con frustración por la desigualdad o la impunidad.
Un mundo en el que lo único que importa son los negocios, donde ningún ethos guía nuestras acciones ni sostiene nuestros sistemas de gobierno, es un mundo en el que los ciudadanos no saben qué esperar de sus líderes y los países no saben qué esperar de sus aliados. Y no deberíamos aceptar un mundo tan impredecible e inestable.
Aún no es tarde para reaccionar al atroz asesinato de Khashoggi de forma que se logre fortalezcer, en vez de debilitar, el sistema de normas del que todos dependemos. La decisión de la canciller alemana Angela Merkel de suspender la venta de armas a Arabia Saudí es un buen comienzo, aunque su motivación real fuese recabar el apoyo de la Unión Demócrata Cristiana de cara a las elecciones en Hesse; también lo es el que Washington haya dado un paso atrás respecto al enfoque habitual de sus relaciones con Arabia Saudí.
Pero es necesario hacer mucho más. Es fundamental que líderes con principios declaren abiertamente que lo que sucedió en Estambul es inaceptable. Si no, estaremos renunciando al discurso de valores y reglas, decisión que bien podría dejarnos sin un discurso coherente y estabilizador.