La elección crucial de Europa
MADRID – Las divulgaciones sobre las elecciones europeas siempre traen consigo expectativas de cambio drástico que muy pocas veces, o que nunca, se cumplen. Pero las inminentes elecciones al Parlamento Europeo en mayo de 2019 pueden romper el molde, ya que podrían determinar el resultado de una continua lucha entre dos visiones enfrentadas del futuro de Europa: una que aboga por progresar hacia la apertura y la interconexión, y otra que defiende retroceder a un nacionalismo divisivo e inflexible.
A las elecciones anteriores antecedía la promesa de que el voto significaría algo para el electorado. Pero a pesar de que se hayan producido cambios estructurales e institucionales, que abarcan desde un incremento de los poderes del legislativo hasta la introducción de nuevos procedimientos de campaña, los resultados nunca lucen suficiente.
Con votantes poco convencidos de que las elecciones al Parlamento Europeo tengan un efecto concreto, dominan los cálculos políticos nacionales, y los ciudadanos recurren al voto — cuando se molestan en votar — para enviar señales a los partidos nacionales y castigar a los dirigentes en el cargo. De hecho, aunque el Parlamento Europeo haya ganado autoridad, la participación en las elecciones europeas ha caído de forma estable desde 1979, hasta alcanzar un mínimo de 42,5% en 2014.
Pero este año la elección sí que importa. Una coalición cada vez más organizada de fuerzas nacionalistas hostiles a la integración europea y, de hecho, a los valores europeos, ha ganado empuje y cohesión. Estas fuerzas incluyen; Fidesz en Hungría; el partido Ley y Justicia (PiS) en Polonia; Alternative für Deutschland en Alemania; los Demócratas en Suecia; la Liga en Italia; la Agrupación Nacional (antiguo Frente Nacional) de Marine Le Pen en Francia; y el Partido de la Libertad de Geert Wilders en los Países Bajos.
La oposición a la Unión Europea no es algo nuevo, ni tampoco lo son los partidos nacionalistas. Pero desde las últimas elecciones europeas en 2014, estas fuerzas han intensificado su cooperación, particularmente en la cuestión migratoria. En agosto, el primer ministro húngaro Viktor Orbán y el ministro italiano del interior Matteo Salvini celebraron una “cumbre” en la que llamaron a formar un frente unido contra la visión de Europa del presidente francés Emmanuel Macron, favorable a la integración.
Más allá de lo irónico que resulta un internacionalismo de ultraderecha, la unión de partidos nacionalistas en una fuerza paneuropea es altamente peligrosa, sobre todo porque se congrega en torno a un mensaje claro, convincente y, para muchos, cautivador. Afirman que, para afrontar los desafíos del futuro, Europa debe regresar a tiempos menos inciertos en los que las fronteras cerradas de países soberanos mantenían a los extranjeros al margen.
La nostalgia sobre la que estos dirigentes hacen campaña tan exitosamente no puede servir de base para legislar, porque el mundo que describen jamás existió. Pero a quienes reconocen los amplios beneficios de una UE abierta y puntera les cuesta presentar sus argumentos de manera convincente. Ellos también centran su discurso en el pasado, y recitan una lista interminable de éxitos, pero su versión suena técnica y fría. Para convencer a una opinión pública escéptica de que la fortaleza de Europa radica en la cooperación, los líderes europeos deben concentrarse en el futuro. No pueden confiar en que sea suficiente con los logros del pasado. Ya tenemos paz y prosperidad, y hemos eliminado el roaming, pero ¿ahora qué?
“Más unidad” no es una respuesta adecuada, aunque algunos lo consideren así. En general, las visiones abstractas e idealistas no son lo suficientemente buenas para competir con el mensaje simple y potente que defienden los nacionalistas.
Esto no significa que los defensores de Europa deban tratar de adueñarse del vocabulario de los nacionalistas y ponerlo al servicio de una agenda pro europea, como hizo el presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker con su llamamiento a una “soberanía europea” — sea lo que sea eso — en su reciente discurso sobre el estado de la unión. Los dirigentes pro europeos no forjarán su camino imitando a los nacionalistas; por el contrario, deben demostrar que son diferentes.
Todo ello implica combinar los ideales europeos con propuestas tangibles para el desarrollo de Europa. Implica mostrar por qué la UE es el medio más viable y atractivo para conducir Europa a un futuro cada vez más próspero. Implica probar que la UE está mejor equipada que los estados, por separado, para enfrentar los desafíos contemporáneos, sobre todo en un mundo en el que es cada vez más necesario contar con una masa crítica de poder (militar, económica, demográfica) para tener cierto margen de maniobra. Finalmente, implica convencer a los ciudadanos de que la UE, como comunidad de naciones, ofrece la mejor oportunidad para fortalecer la resiliencia económica, fomentar la innovación y preservar las culturas europeas.
Macron se ha convertido en el adalid de este enfoque, pero a menudo, su voz es la única. Sus compañeros pro europeos asienten en silencio mostrando su acuerdo, pero no están dispuestos a asumir riesgos políticos por su cuenta. Durante estos meses anteriores a las elecciones de mayo, todos los que creen en la iniciativa europea para resolver los problemas europeos deben hacerse oír.
La campaña no ha hecho más que empezar, todavía estamos a tiempo de cambiar la narrativa y poner a Europa en la senda de la influencia y la prosperidad. Pero la ocasión pasará rápido. Si los que entienden el valor de la UE no despiertan pronto y responden efectivamente a sus cada vez más unidos adversarios nacionalistas, será demasiado tarde.
Europa encara una elección crucial: ¿seguirán sus estados‑nación avanzando juntos y sumando fuerzas, o tomarán caminos separados, todos ellos conducentes a la mediocridad? Aunque parezca increíble, el resultado de las próximas elecciones realmente importa. Europa nunca tuvo tanto en juego.