El vaciamiento del G20

WASHINGTON, DC – Mientras se acercaba la cumbre de este año del G20 en Buenos Aires, los observadores estuvieron muy ocupados hablando de la reunión entre el presidente chino Xi Jinping y el presidente estadounidense Donald Trump. Pero tras el anuncio de que también asistiría al evento la actual “bestia negra” del mundo, el príncipe heredero saudita Mohammed bin Salman (MBS), seguido por el ataque naval de Rusia a barcos ucranianos en el estrecho de Kerch, de pronto esa reunión ya no parece tan importante.

Ahora, en vez de abalanzarse a conseguir fotos de Trump y Xi, los medios del mundo estarán diseccionando las interacciones entre MBS (acusado de ordenar la tortura brutal seguida de asesinato del periodista saudita residente en los Estados Unidos Jamal Khashoggi en el consulado saudita en Estambul) y el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan. También serán sometidas a intenso escrutinio las reuniones entre el presidente ruso Vladimir Putin y la canciller alemana Angela Merkel (que ya hubieran sido incómodas incluso sin el reciente ataque en Ucrania).

Se supone que una cumbre del G20 debería ser para otra cosa. Lo que antes era un foro eficaz de gobernanza global ha degenerado hasta convertirse en una especie de teatro kabuki; esto es un fiel reflejo de hasta qué punto el orden internacional perdió el rumbo.

Tras el estallido de la crisis financiera global en 2008, el G20 actuó como un comité internacional de crisis y mitigó el desastre inyectando liquidez en los mercados de todo el mundo. La eficacia de las cumbres del G20 en 2008 y 2009 generó la esperanza de que en un tiempo de cambio acelerado, esta nueva plataforma (cuyas economías participantes suman el 85% de la producción mundial) podía actuar como bombero del mundo: al no estar atado por normas procedimentales o restricciones legales, podría responder rápidamente cuando fuera necesario. Se habló incluso de que interviniera en una amplia variedad de áreas, llegando a eclipsar al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Pero como sucede muchas veces, en cuanto desapareció la sensación de urgencia, con ella se fue también la voluntad de encarar reformas estructurales profundas. La creciente institucionalización del G20 le quitó vitalidad. Propuestas importantes, por ejemplo la reforma del sistema de votación del Fondo Monetario Internacional, no se implementaron. Al mismo tiempo, la agenda del G20 se inundó de temas (desde el cambio climático hasta la igualdad de género) que convirtieron al bloque menos en una plataforma de acción y más en un foro de discusión, en un momento en que lo que el mundo realmente necesita es un actor proactivo y dinámico.

Es verdad que el G20 ofreció un marco conveniente para la coordinación de respuestas y, en ocasiones, para generar y diseminar ideas innovadoras en materia de políticas, por ejemplo las relacionadas con las transiciones energéticas y la financiación de infraestructuras. Pero incluso esa funcionalidad limitada quedó más tarde disminuida, lo que se debió en gran medida al hecho de que Trump considera que los foros multilaterales no son mecanismos importantes para coordinar la acción internacional, sino oportunidades para proyectar poder.

La reciente cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia‑Pacífico (APEC) en Papúa Nueva Guinea es un buen ejemplo. Las discusiones estuvieron dominadas por la competencia sinoestadounidense en vez de por respuestas políticas o cuestiones de coordinación concretas, hasta el punto de que la cumbre ni siquiera terminó con un comunicado final (fue la primera vez en los 25 años de historia del APEC). Asimismo, en la cumbre del G7 celebrada en junio en Quebec, Trump retiró el apoyo de Estados Unidos al comunicado final, tras un altercado personal con el primer ministro canadiense Justin Trudeau.

Ahora el G20 es poco más que un teatro de poder. Se hablará más de las imágenes de MBS en la cumbre interactuando con los otros líderes mundiales que de sus acciones; eso enviará una señal de la aceptación tácita internacional de su conducta y dará vía libre a un regreso al statu quo.

Asimismo, si la cumbre finaliza sin una condena unificada de las acciones de Rusia en el estrecho de Kerch, Putin se habrá anotado una importante victoria: la aceptación tácita internacional de su anexión ilegal de Crimea. Incluso si los líderes europeos presentan alguna crítica, es probable que sólo resalte las crecientes divisiones si Estados Unidos no la respalda: un premio consuelo para Putin. (En este sentido, que Trump haya insinuado una posible cancelación de una reunión planeada con Putin, como consecuencia del incidente, es una señal positiva.)

¿Habrá sido la esperanza de usar la cumbre del G20 para normalizar su agresión a Ucrania lo que motivó la decisión de Putin de generar una cuestión de libertad de navegación en el estrecho de Kerch en este momento particular?

La degradación del G20 a una plataforma para la realización de jugadas miopes, interesadas y centradas en la imagen es síntoma de un orden global que ha perdido el rumbo. Sin un impulso claro para hacer reformas y sin liderazgo internacional, el G20 es un barco a la deriva, y no volverá a encaminarse mientras los que tendrían que estar al timón sólo piensen en las fotos.

No tiene por qué ser así. Los líderes del G20 pueden (y deben) negarse a sonreír para las cámaras y barrer todo bajo la alfombra. Que condenen a Putin y MBS no cambiará la conducta de ninguno de los dos, pero enviará el mensaje de que por lo menos, sigue habiendo una distinción entre el bien y el mal en la escena internacional.

El G20 ya no es un agente de acción, ni siquiera de fijación de agenda. Lo mínimo que pueden hacer nuestros líderes es evitar que se convierta en un vehículo para la legitimación de actos ilegales. No es pedir mucho, pero a eso hemos llegado.