La canícula europea

MADRID – Agosto es siempre un buen momento para hacer balance. Antes del inicio del nuevo “año escolar”, la calma de este mes ofrece un tiempo para reflexionar sobre el estado actual y el rumbo de los asuntos que nos ocupan. La UE y sus instituciones, “Bruselas”, no son excepción, en particular de cara a un año de transiciones. Y sorprende que la reflexión sobre desafíos y cambios venideros está orillando un aspecto crucial para el futuro de nuestro proyecto común en los próximos cinco años: quién ocupará la presidencia del Consejo Europeo.

La atención de Europa se centra en tres cuestiones que plantean una amenaza clara e inminente: el Brexit, las migraciones y el ascenso del nacionalismo que, en países como Polonia, impulsa una creciente resistencia a la UE y al Estado de Derecho. La forma en que se aborden estas cuestiones afectará al futuro y al funcionamiento de la UE. Especialmente el Brexit, cuyo resultado probable (pese al pesimismo con que se desarrollan las negociaciones), será un acuerdo de transición que permitirá a ambas partes “comprar tiempo” hasta arbitrar una solución permanente.

En cualquier caso, encarar estos y otros desafíos pasa por la toma de decisiones inteligentes y previsoras que deberán ser ejecutadas por los pilares de la UE: el Parlamento Europeo, la Comisión Europea y el Consejo. Pero, tras un quinquenio de fragmentación política nunca antes visto en Europa, el panorama es desalentador.

Comencemos por el Parlamento Europeo. Institución marginada, desprovista de poder e ignorada en los albores de la integración europea, refugio de viejas glorias y vía muerta donde aparcar a los incomodos, en lo que va se siglo, el Parlamento ha practicado con éxito su asalto al poder: se ha consolidado en el proceso legislativo formal, ha obtenido autoridad supervisora, e incluso se ha hecho un lugar en el proceso de selección del presidente de la Comisión Europea.

La próxima elección paneuropea de junio de 2019 previsiblemente cambiará el modo en que el Parlamento Europeo ejerce estos poderes. Hasta la fecha ha estado dominado por partidos tradicionales pro-europeos de centroderecha y centroizquierda, y los partidos más extremistas nunca han logrado arrastrar ala institución lejos de su centro de gravedad integracionista. No obstante, las últimas elecciones en los Estados miembro han supuesto una profunda transformación política del continente: desde 2014 han conseguido escaños en los parlamentos nacionales 41 partidos nuevos. Esto se traducirá en la fragmentación del Parlamento Europeo: un cambio trascendental.

La misma fragmentación debilitará a la Comisión Europea. Dentro de un año, en al menos cuatro países (República Checa, Grecia, Italia y Polonia), partidos gobernantes “euroescépticos” (designación que a menudo viste perspectivas no escépticas sino abiertamente contrarias al proyecto común) nombrarán Comisarios. Se especula sobre quién sucederá al presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, pero, en última instancia, su margen de maniobra quedará así limitado.

Al desencanto de la “Comisión de la última oportunidad” de Juncker le sucederá la aún mayor frustración de una “Comisión para otra oportunidad”. Al fin y al cabo, desde el estallido de la crisis financiera global en 2008 se ha hecho evidente que el poder real en la UE no reside en los recintos transnacionales de la Comisión, sino en los corredores intergubernamentales del Consejo Europeo. Esta deriva se refleja en la intención manifiesta por el gobierno alemán de poner a un compatriota a la cabeza de la Comisión (tal vez el ministro de economía Peter Altmaier o la ministra de defensa Ursula von der Leyen); lo que, objetivamente, acercará la institución a Berlín.

En cuanto al Consejo, el panorama es igualmente sombrío. Los líderes nacionales que lo supervisan carecen de visión, compromiso o fortaleza para fijar el rumbo del proyecto europeo. La debilidad de la canciller alemana Angela Merkel,principal motor de Europa estos últimos diez años, es hoy manifiesta. En cuanto al presidente francés, Emmanuel Macron, parece perder progresivamente el empuje de los primeros tiempos. El Reino Unido está en proceso de salida. Italia,Polonia y Hungría se muestran abiertamente contrarios al proyecto común. El minoritario gobierno español no ha salido de las urnas y los Países Bajos están paralizados por la oposición de la derecha.

En síntesis, ninguna de las instituciones de la UE parece estar en condición de responder a los desafíos de este futuro inmediato. Y, en esta situación,conviene reflexionar sobre la presidencia del Consejo Europeo creada por el tratado de Lisboa.

Es común subestimar la importancia de este cargo. Pero como demostró, Herman Van Rompuy, quien estrenó esta presidencia, puede ser un elemento esencial de progreso. Durante la crisis del euro fue él quien, entre bastidores, armó las medidas y obtuvo el apoyo de los estados miembro y de las tres instituciones fundamentales de la UE para salvar el Euro.

Este puesto no está hecho para cualquiera. Una presidencia eficaz del Consejo Europeo exige una personalidad con un temperamento y trayectoria que le permitan navegar en aguas repletas de grandes egos e intereses dispares, y lograr, entre bambalinas, acuerdos de interés europeo, dejando que otros se atribuyan los éxitos, se cuelguen las medallas. Un buen contraejemplo es el sucesor de Van Rompuy, y actual presidente, Donald Tusk.

El acierto en la designación del presidente del Consejo Europeo dará dirección al proyecto común, mientras que la elección de la persona equivocada dejaría a las instituciones al pairo, justo cuando la construcción europea más necesita visión y dirección. Así, esta tarea ha de constituirse en prioridad para los líderes europeos.