ANA PALACIO INTOUCHABLE!

Cuando en abril de 2003 el candidato socialista a la alcaldía de Valencia, Rafael Rubio, pronunció en el pleno del Ayuntamiento estas palabras: «Esta mujer, pobre mujer, tuvo una enfermedad y le han quedado secuelas mentales», poco o nada sabía de ANA PALACIO. Esta mujer brillante, incansable y luchadora contra todo pronóstico era ya por entonces una avanzada para su tiempo. Socióloga, abogada y eurodiputada, fue la primera mujer en ocupar la cartera de Asuntos Exteriores del Gobierno de España. También la primera presidenta de la Comisión Mixta del Congreso y Senado para la Unión Europea, vicepresidenta del Banco Mundial y, desde 2012 hasta este año, miembro del Consejo de Estado. ‘The Wall Street Journal’ la apodó ‘la abogada de Europa’ y la nombró como una de las 12 personas más influyentes del mundo de los negocios. Ahora, cuando cumple 70 años, la vasco-madrileña nos recibe en su casa de Bruselas para dibujar el retrato más íntimo de la mujer que no quería ser política y que venció al cáncer, esa enfermedad a la que
ella le puso nombre y rostro. Pasen y lean.

Edespertador sonó a las seis y media de la mañana en su casa de Washington D.C. Tras un desayuno profesional, cruzó la ciudad para llegar a la Universidad de Georgetown, donde imparte clase desde hace 4 años en el Master de la School of Foreign Service (MSFS), para más tarde poner rumbo al Ronald Reagan National Airport. De Washington a Boston y de Boston –casi siete horas después– a Lisboa. Tras ofrecer una entrevista para un diario portugués y una conferencia sobre el futuro de Europa en la Fundación FMS, regresó a Madrid, donde tomó horas después otro avión rumbo a Casablanca. Allí, la esperaba, entre algunos asuntos profesionales, un consorcio de empresas españolas y chinas que quieren construir una gran presa en el río Congo para llevar electricidad a una gran parte de África. De regreso al aeropuerto, un embotellamiento le impidió tomar su vuelo con destino a París. Esperó al próximo, pero la dejó en la capital francesa pasada la una de la madrugada. Sentada en el asiento trasero del Uber que la llevaba al hotel, pensó que sería más práctico que el mismo conductor la depositara en Bruselas, donde tenía su próxima cita, la nuestra. 320 kilómetros, un buen puñado de euros y tres horas más tarde, Ana Palacio entraba por la puerta de su casa belga. El equipo de Harper’s Bazaar tocaría el timbre solo un par de horas después.

Pero ni la apariencia ni la actitud de Palacio es de haber descansado poco. «¡Aquí estáis! Bienvenidos a mi casa. / ¿Os ha costado encontrarla? / Venid, pasad, por aquí… / ¿Qué os pongo? / Espero que os parezca bien esta ropa. / Subid. / ¡Qué buen día! / Bajad. / Estas son mis colaboradoras, las que cuidan de esto y de mí. / ¡Salid a la terraza! / Vamos a acercarnos cuanto antes al Parlamento Europeo. / Abre. / Cierra. / ¡Seguidme!». Pero seguirla es harto difícil… Nadie afirmaría que Ana Palacio (Madrid, 1948) cumplió el pasado julio
70 años. Nadie imaginaría tampoco que allá en el año 52, sus padres, Luis María de Palacio y de Palacio, marqués de Matonte, y Luisa del Valle Lersundi, la ingresaran a estudiar en el Liceo Francés. «En esa grisalla de Franco, mi hermana Loyola y yo entramos en otro mundo donde empezamos a leer compulsivamente a los nueve años, todo era crítica de la razón y existía ese ideal de formar ciudadanos y de despertar conciencias. El Liceo Francés definió mi vida, ni mejor ni peor, pero, de lo contrario, hoy sería una señora con dos filas de perlas, que cuida de sus nietos, juega al bridge y asiste de vez en cuando a la ópera».

Nada que ver. De haber nacido hace dos décadas, Palacio sería lo que hoy las grandes empresas llaman knowmads, que encierra un bonito juego de palabras: la contracción de know (conocer) y nomad (nómada). Son aquellas personas que pasan con facilidad de un conocimiento a otro y que deberán reciclarse/reinventarse entre 10 y 14 veces a lo largo de su carrera laboral. «Yo soy 2% de inspiración y 98% de transpiración. Si una cosa he aprendido en la vida es que hay que ir con todas las antenas desplegadas y ser capaz de saltar de una vida a otra asumiendo riesgos, siempre riesgos calculados, pero ya no hay vidas de riesgo cero. Todo cambia a tal velocidad que tienes que estar atento para ver dónde está la oportunidad, saber saltar y reinventarte. Quizá la mía es una avanzadilla de las vidas de hoy».

Con total seguridad. La segunda de siete hermanos de una familia vasca de tradición de ingenieros y militares decidió estudiar Derecho, además de Sociología y Ciencias Políticas en la Universidad Complutense y abrir su primer despacho de abogados (Palacio y Asociados, que aún conserva el mismo nombre) allá por el 86. Aunque especialista en derecho de familia (participó en el divorcio «especialmente complicado» entre las hermanas Koplowitz y los Albertos), su terreno profesional parecía haberlo marcado ya desde muy pequeña. Fue también en el Liceo Francés, cuando un niño de origen galo espetó aquello de «Europa termina en los Pirineos. España ya es África». Palacio se retó con él hasta el punto de enzarzarse en una pelea que le costó perder un diente por ser «vocacionalmente europeísta». Esta lucha la persiguió durante años hasta que en 1994 el todavía candidato a la presidencia de Gobierno de España José María Aznar buscaba a un aspirante que conociera a fondo el derecho europeo para defender al país en el mercado interior. La Unión Europea acababa de emprender el camino hacia la moneda común y discutía una mayor unidad política, ofreciéndole así a Palacio la oportunidad de pensar en grande. «Mi vida y mi carrera estaban al margen de los partidos, la política era el terreno de mi hermana Loyola –primera ministra de Agricultura y Pesca–. Yo aún no era consciente de que había entrado en política, era como si hubiese cambiado a mis clientes por un cliente que era Europa».

Ana Palacio descubrió en Bruselas que todo el derecho que sabía lo tenía que reaprender. Llegaría la agenda de Tampere, el Tratado de Maastricht, el planteamiento Schengen… Pasaba las horas, los días y los meses estudiando cada una de las memorias y tratados de regulación. A 35 páginas la hora. Toda una oposición. «He participado en 300.000 asuntos. Yo iba con la carretilla por el Parlamento y me iban echando cosas encima», asegura sonriente. Fue ponente del voto de los ciudadanos de otro estado miembro en las elecciones municipales, con un informe en el que hubo una enmienda a la que se la conocía como Enmienda Palacio; participó en la primera directiva de derechos de autor; presidió la Conferencia de Presidentes de Comisión, y fue, entre otro millón de cosas, miembro de la Delegación para las Relaciones con Estados Unidos.

Palacio da un pequeño sorbo a su Coca-Cola y se detiene un momento ante la imagen de un artículo recortado que le muestro. Intenta no emocionarse. Con fecha 1 de octubre de 2001, The Wall Street Journal publica bajo la firma de Brandon Mitchener una columna visionaria: La abogada de Europa. Ana Palacio tiene una mano en casi cada pieza de la legislación de la Unión Europea. Así, la prensa estadounidense la bautizaba como una de las 50 personas más influyentes del mundo y la introducía en el ranking de los 12 global players más importantes en el mundo de los negocios, además de un miembro sobresaliente de la Unión Europea.

Pero ya entonces su vida había dado un giro inesperado. En diciembre de 2000 le diagnosticaron cáncer, esa enfermedad que se había llevado a su madre cuando ella solo contaba con 21 justifyy que también se llevaría tiempo después a su hermana Loyola. «Es una experiencia muy personal, no hay ni recetas ni modelos, cada uno vive el cáncer a su manera. Yo tenía una situación muy complicada y tomé dos decisiones: la primera, que iba a intentar seguir llevando mi vida, no vivir por y para el cáncer; la segunda, que me rapaba el pelo antes de que se me cayera y que iba a ir calva. Mucha gente lo interpretó entonces como un acto de valeroso mensaje. Honradamente, no. Pensé que con los auriculares del Parlamento, y con mi temperamento, se me iba a caer la peluca, al igual que si me colocaba un pañuelo, así que pensé que lo mejor era ir calva. Y así lo hice», dice mientras gesticula echándose las manos a la cabeza.

Pero el trabajo debía continuar, así que Palacio escribió a algunos de sus colegas una cita de Montaigne sobre la vida: «La principal ocupación de mi vida consiste en pasarla lo mejor posible». Confesó abiertamente que le habían detectado un cáncer con muy mal pronóstico, pero iba a continuar. «Ahí me reconcilié con la vida, porque miserables los hubo, hubo quien intentó aprovechar mi enfermedad para eliminarme de mis puestos, pero hubo mucha más generosidad y compasión de fondo. Mis compañeros me veían calva y muriéndome, algunos me confesaron tiempo después que no eran capaces de aguantarme la mirada, porque yo era una pura calavera. Sin peluca ni maquillaje. En el fondo, todos me insinuaban: ‘¡Aguanta!’. Para mí el cáncer ha sido un viaje iniciático y eso es un privilegio porque aprendes de ti y de tus límites. Vivimos de espaldas a la muerte y cuando te asomas ves que tienes la fortuna de un tiempo de descuento».

Y de repente, entre idas y venidas a Houston, sesiones de quimio y radioterapia, y contra todo pronóstico, José María Aznar la nombra ministra de Asuntos Exteriores. Su médico –asegura Ana– le había dado la última brutal radiación una semana antes de la designación. Cuando la nombró, Palacio le preguntó a Aznar: «¿Tú sabes a quién estás nombrando ministra?», él respondió que perfectamente. «De los más de 300 colegas/amigos que me escribieron solo dos hablaban de cáncer –interpela Ana–, todos hacían referencia a ‘esa prueba’, ‘ese reto’, ‘esa difícil situación’, ‘eso que te ha enviado Dios’… De todo, menos la palabra cáncer. Por eso digo que Aznar mandó un gran mensaje. Además, yo nunca le podré agradecer lo suficiente el que me diera la oportunidad de servir a mi país como ministra de Asuntos Exteriores. Yo soy una patriota, una patriota española y, por ello, europea».

Juntos vivieron grandes crisis como la del islote Perejil o la denostada invasión a Irak, quizá el episodio más triste y duro de esa época. «Como todos los procesos que desatan emociones por encima de cualquier racionalidad, hay que ponerlo en su contexto. El contexto era la reforma del tratado y dos posiciones en Europa, aquellos que querían hacer de contrapoder a EE. UU. y aquellos que entendíamos que la relación transatlántica era fundamental para Europa. La posición que tomó España fue la de apoyar la reconstrucción, no estuvo en la fase ofensiva, aunque indudablemente hay errores que hemos cometido y que están ahí». Mi pregunta llega directa: ¿En ese momento como ministra podría haber dicho que no apoyaba esa ofensiva? «No. Me habría ido a mi casa. Para mí, no había otra alternativa. Pero cuidado, que España no decidió sacar a Sadam Hussein ni estuvo en la fase ofensiva, sí que apoyó a la coalición atlantista y esa decisión nos corresponde de la misma manera que otras. Para mí la responsabilidad política radica en nuestra participación aun indirecta, en una guerra que ha costado muchas vidas y mucho sufrimiento». Ni entonces ni después aparecieron esas armas de destrucción masiva, ¿se arrepiente de haber tomado aquella decisión? «Yo no tengo carácter de arrepentirme, soy de a lo hecho, pecho; aprendes, procuras…, pero soy consecuente».

En 2004, después de aquella tormenta en la que España y gran parte de Europa salieran a las calles a gritar aquello de ‘No a la guerra’, el PP perdió las elecciones y Ana pasó a ser diputada por Toledo y a presidir la Comisión Mixta del Congreso y Senado para la Unión Europea. Pero de nuevo llegó la reinvención y dos años más tarde, tras un informe solicitado a iniciativa de Kofi Annan, la nombraron vicepresidenta sénior y general counsel del Banco Mundial. Una vez más iba de avanzadilla. Dos años después falleció su hermana Loyola y sintió la necesidad de acercarse a su familia, a su hermana Urquiola, que acababa de dar a luz a su tercer hijo. Así que aceptó irse a París a formar parte del comité ejecutivo y dirigir la expansión internacional del grupo Areva, el conglomerado multinacional francés líder mundial en el sector de la energía nuclear; sector en el que sigue trabajando y compagina con su despacho de abogados. Aquel que ya fundara en 1986. Pero hoy nos encontramos en sus oficinas de Bruselas, a menos de cien pasos del Parlamento Europeo. Ese que tantas alegrías le dio. Y por el que ahora clama, pues hoy, más que nunca, la división y el descrédito por Europa crece a pasos agigantados. «Hoy existe ese cuestionamiento, ¿y Europa para qué? Y realmente no hay respuesta. Atravesamos un momento delicado en el que hay que buscar un relato de ideas-fuerza. El mundo ha cambiado, pero Europa tiene un papel que jugar, seguimos siendo una gran economía y tenemos valores y principios, con el individuo como centro de todo. La gran amenaza de hoy es Orwell, Gran Hermano o la anomia total del nacionalismo identitario que reduce, empequeñece y empobrece. Ahora hay que analizar las mayorías, es el caso de Trump, del Brexit o del fenómeno catalán, puesto que vienen a ser una manifestación enfermiza de ese malestar occidental. Pero por desgracia es un malestar compartido, también sucede en Alemania, Suecia, Italia… Entramos en 2019, un año de tránsitos en Europa, y confío en que se conserven las instituciones europeas y vayamos abordando la seguridad y las relaciones internacionales. Y la defensa del individuo».

Anochece en la capital belga. Despedimos a Palacio en su casa y llegamos al aeropuerto para tomar el vuelo que nos trae de regreso a Madrid. Cuando embarcamos en el avión una mano nos saluda. Es ella. Ana Palacio está sentada en la parte delantera de la aeronave. Desconcertados nos preguntamos cómo ha podido ser. No lo sabemos. Pero ella es así. Se anticipa a todo y a todos. Seguramente, iría una vez más de avanzadilla.

Por Alberto Pinteño. Fotografía de Mónica Suárez de Tangil. Estilismo de Ana Tovar

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