Una Europa de ciudadanos
MADRID – Los atentados terroristas del día 22 de marzo han agudizado el estado de introspección crítica de la Unión. La reflexión sobre los fracasos y la sucesión de incompetencias de las instituciones contaminan las políticas y actuaciones de las instituciones y los líderes políticos.
Europa lleva años encadenando interminables episodios de conmoción, desde Grecia hasta el influjo de refugiados. Frente a éstos, los dirigentes europeos han adoptado una mentalidad de respuesta de crisis que antepone la reacción a la acción perpetuando la desestabilización. Y reina la autocomplacencia.
Las crisis se han convertido así en norma para la UE reforzando una idea, muy propia de eurófilos angelistas y eurócratas de marca: que seguiremos saliendo del paso, parcheando y chapuceando. Pero este enfoque es tan desacertado como peligroso.
La unidad europea atraviesa un periodo de desintegración acelerada, cuyo último ejemplo ha sido el reciente referéndum en Países Bajos –y que se ha saldado con un abrumador rechazo al Acuerdo de Asociación entre Ucrania y la UE–. Así, la UE va camino del desastre; y si aspira, no ya a la prosperidad, sino sencillamente a la supervivencia a largo plazo, más allá de la retórica –noble incluso– necesita urgentemente decisión.
Ha llegado el momento de decidir si la UE constituye un ente verdaderamente transnacional, o una plataforma de acuerdos intergubernamentales disfrazados. Si es este último el caso, llamemos a las cosas por su nombre y aceptemos que esta lógica supondrá la irrelevancia creciente de la Unión y sus Estados miembro. Porque apoyar sólo de boquilla un enfoque común en cuestiones críticas no aporta soluciones a los problemas y deja escapar importantes oportunidades. En pocas palabras: si cada uno va a lo suyo, nos hundiremos todos.
Por ello resulta mucho más sensato optar por un proyecto transnacional. Esta opción es también la más difícil, puesto que exige cambios profundos y fundamentales en relación con la manera de abordar la integración europea.
El pecado original de la construcción europea es que no cuenta con una clara interiorización de lo europeo más allá de Bruselas. Los acontecimientos, las políticas y los desafíos se perciben por regla general desde un prisma nacional. Así lo ha puesto de manifiesto la crisis de los refugiados, confirmando que las sacudidas al sistema europeo se saldan enarbolando intereses nacionales.
Y, a fin de cuentas, ¿qué más se puede esperar? La responsabilidad política, en particular la fiscal, el bolsillo de los ciudadanos, siguen siendo un asunto entre éstos y las capitales nacionales. Y, sin embargo, la existencia de una exclusión mutua entre UE y los veintiocho Estados miembro es falsa. La subsidiariedad, correctamente aplicada y entendida como el poder de toma de decisiones en el nivel de gobernanza que proporcione mayor utilidad es y debe seguir siendo principio rector de la acción europea. Sin embargo, hay circunstancias que requieren planteamientos conjuntos y compartidos que, para ser eficaces, demandan que Bruselas sea algo más que chivo expiatorio de todos los males y centro de irradiación de discursos grandilocuentes.
Los dirigentes nacionales no pueden seguir utilizando a Bruselas como muletilla, ni continuar adoptando medidas pancistas y cortoplacistas que, en última instancia, exacerban las crisis. Por su parte, los funcionarios europeos deberían dejar de encogerse de hombros reprochando a los gobiernos su fracaso en la aplicación de las decisiones comunitarias. La Unión necesita autoridad real para ejecutar sus políticas.
Un buen conocedor de estas prácticas comentaba recientemente que la Unión, azuzada por las crisis, ya atraviesa un proceso de empoderamiento en el que son las Instituciones –y nos los Estados– quienes detentan la capacidad de acción. Los ejemplos sobre cómo la UE está asumiendo una cierta función ejecutiva son numerosos, y así lo confirman las expectativas generadas en torno a la aplicación del acuerdo firmado con Turquía para dar solución a la crisis de los refugiados.
Pero para que se produzca un viraje real y legítimo hacia un ejecutivo comunitario eficaz hace falta además una conexión más sólida entre ciudadanos y representantes. En otras palabras: es preciso crear una conciencia de ciudadanía transnacional.
La idea no es nueva. La defensa de una ciudadanía europea viene de lejos y sus elementos básicos ya están recogidos en los Tratados, pero el escaso progreso vivido en este proceso refleja el desinterés general. En los cinco años que el Eurobarómetro lleva preguntando a los encuestados sobre si se sienten ciudadanos de la UE, el porcentaje de respuestas afirmativas sólo ha crecido un 2% (de 62% en 2010 a 64% en 2015).
Afianzar los vínculos políticos entre europeos requiere una reforma institucional basada en la voluntad y acción colectivas, y el compromiso íntimo ciudadano con el proceso. Contamos con las herramientas para alcanzar este objetivo, desde la sustitución del elaborado pero exangüe sistema de Spitzenkandidaten por una elección directa del Presidente de la Comisión, hasta la introducción de un mecanismo de imposición directa comunitaria que materialice estos vínculos de responsabilidad.
Abogar en estos tiempos por más Europa es ir a contracorriente porque, sin perjuicio de la espiral de destrucción del proceso en la que nos encontramos, el sistema actual sirve a poderosos intereses. Sólo una ciudadanía europea comprometida puede revertir las fuerzas centrífugas que emergen de estas crisis; sólo una ciudadanía comprometida puede inspirar un sistema necesario de responsabilidades de la Unión y respaldar a los dirigentes comunitarios en la formulación y ejecución de políticas eficaces para, de este modo, romper el círculo vicioso de reproches que lastra el proceso decisorio de la Unión.
Hoy, reforzar el transnacionalismo puede parecer un planteamiento drástico e inalcanzable. Pero de no tomar conciencia de las causas por las que seguimos acosados por las crisis, nos veremos condenados a continuar parcheando y chapuceando hasta el completo agotamiento de la Unión Europea.