La democracia frente a la desinformación

WASHINGTON, DC – Son tiempos difíciles para la democracia liberal. Allá donde miremos aparecen amenazas interrelacionadas: populismo, nacionalismo identitario, iliberalismo. Pero posiblemente ninguno de estos retos es hoy tan insidioso como la desinformación, su proliferación y efecto desestabilizador para la sociedad abierta.

 

La desinformación no es un fenómeno nuevo. Propaganda y rumores han formado parte del arsenal bélico desde tiempo inmemorial; fueron herramientas importantes durante la Guerra Fría. Pero su reiteración exponencial, la propagación a través de las redes, representa, como poco, una nueva fase.

Occidente ha tardado en reconocer el riesgo que esta situación significa. El aldabonazo vino con la campaña presidencial estadounidense de 2016 (en menor medida, el Brexit), y puso en perspectiva el alcance de la manipulación extranjera en el ámbito doméstico. Después vinieron las interferencias en las elecciones en Francia y los desafueros cuando el referéndum ilegal de independencia de Cataluña.

Hasta el momento, los esfuerzos europeos se han concentrado en el suministro de la desinformación. En otras palabras, se han dirigido a desenmascarar las iniciativas rusas de ocultarse tras cuentas falsas, a bloquear fuentes de reputación dudosa, o a ajustar algoritmos para limitar la diseminación de noticias falsas y erróneas. En la mayoría de los casos son actuaciones técnicas. Eficaces, además de fáciles de implementar. Y merecen apoyo.

Pero si no prestamos atención a los receptores, trascendemos el tacticismo cortoplacista y osamos ambición de largo recorrido, estamos abocados a una lucha interminable. Es decir, tenemos que abordar las causas por las que nuestras sociedades son tan susceptibles de manipulación. Y ello sin perder nuestras señas de identidad.

Hasta ahora la respuesta de las sociedades occidentales se ha centrado en el origen, la distribución; y no ha trascendido el nivel táctico. Es la idea que se desprende de los encuentros «#DisinfoWeek Europe» organizados por el Atlantic Council -uno de los centros de reflexión punteros de Estados Unidos (EE.UU.)-. Se ha hecho mucho. La Unión Europea (UE) en particular, que en este terreno va por delante de nuestros aliados americanos: desde códigos de conducta para la industria tecnológica, a legislación nacional y comunicación estratégica. Este impulso anima, en el terreno concreto de la protección de procesos electorales de ciberataques y manipulaciones, la reciente propuesta del Presidente francés Emmanuel Macron de crear una Agencia Europea para la Protección de las Democracias.

 

Son iniciativas interesantes, pero en la UE cuesta concretar su desarrollo y ejecución; transformar las palabras en hechos. Pero si no prestamos atención a los receptores, trascendemos el tacticismo cortoplacista y osamos ambición de largo recorrido, estamos abocados a una lucha interminable. Es decir, tenemos que abordar las causas por las que nuestras sociedades son tan susceptibles de manipulación.

La llamada guerra contra las drogas fracasó estrepitosamente, en parte, porque se dirigió a cortar la oferta, sin tener en cuenta los factores que condicionaban la demanda. Aunque la analogía dista de ser perfecta, en este punto resulta útil aprender de los avatares de la guerra contra la droga. Necesitamos una amplia estrategia que abarque tanto el suministro como la demanda.

La educación ha de ser, sin duda, parte de la respuesta. Es interesante, por ejemplo, la iniciativa curricular que el Gobierno italiano ha emprendido bajo el lema: «las noticias falsas gotean veneno en nuestra dieta diaria de exposición a la red y nos infectan sin darnos cuenta». Y no es fácil. Porque supone la reconfiguración de la relación ciudadano-estado. Hoy, los lazos entre gobierno y gobernado no se diferencian de los que unen al proveedor con el consumidor. El ciudadano ha quedado marginado. Aun cuando su vida está cada día más mediatizada por el ejercicio, progresivamente más técnico y más complejo, de la autoridad pública; y este proceso debilita el compromiso con el sistema. Al tiempo, este despojo crea un ambiente propicio para quienes trafican con la desinformación.

Hace setenta y dos años, el diplomático americano George Kennan publicó, con el pseudónimo «X», su seminal artículo sobre la conducta soviética que definió la gran estrategia occidental a lo largo de la Guerra Fría, y es considerado el fundamento intelectual en la política de contención. En la conclusión, sin embargo, Kennan, argumenta que más importante que la contención de la Unión Soviética era demostrar la resiliencia y vitalidad de (EE.UU.) la sociedad abierta.

Para Kennan era esencial «crear entre los pueblos del mundo, en general, la impresión de una nación que conoce lo que quiere, que se enfrenta con éxito a los problemas de su vida interior y a las responsabilidades de Poder Hegemónico, y que tiene la energía espiritual para enfrentarse con firmeza a las más importantes corrientes ideológicas de su tiempo». Para hacerlo, sólo, decía Kennan, necesita «estar a la altura de sus mejores tradiciones y demostrar ser capaz de mantenerse como una gran nación».

No es otro el reto al que nos enfrentamos a ambos lados del Atlántico: estar a la altura de nuestras mejores tradiciones y revitalizar nuestros ideales democráticos liberales. Si no nos fortalecemos desde el interior, no venceremos las amenazas que acechan desde el exterior. Y para ello no solo se requiere capacidades tácticas, sino principalmente visión estratégica.