Hay que resolver la pérdida de confianza en Europa
MADRID – En español, la palabra “confianza” tiene dos significados. Por un lado, la esperanza firme que se tiene de alguien o algo (como la palabra trust en inglés); es la clase de confianza que han perdido personas de todo el mundo (en lugares tan diversos como Brasil, Estados Unidos o el norte de África) en sus líderes e incluso en sus sistemas de gobierno. Una segunda acepción, hace referencia a la seguridad que alguien tiene en sí mismo (como confidence en inglés), y eso es algo que hoy escasea en Europa.
De hecho, la Unión Europea sufre un déficit de confianza en ambos sentidos. Se trata de una combinación excepcionalmente peligrosa, que no sólo está llevando a la UE hacia una política dominada por figuras al margen de los partidos tradicionales, e incluso de las leyes, sino que también produce parálisis en la gestión política, indignación pública y una total incapacidad para determinar su rumbo. Es urgente encarar este déficit, antes y después de las elecciones al Parlamento Europeo que tendrán lugar el mes próximo (a las que le seguirán una nueva Comisión Europea y una nueva presidencia del Consejo Europeo).
La confianza pública en la dirigencia y en las instituciones de la UE fue muy afectada por la crisis financiera de 2008. Llegado aquel momento, el propósito original del proyecto europeo (sostener la paz en el continente después de la devastación de la Segunda Guerra Mundial) había perdido ascendiente sobre la opinión pública. Los europeos ya se habían habituado a la paz, y “Europa” se volcó al objetivo más amplio (e impreciso) de defender unos “valores compartidos”, en el cual se basó la creación de las instituciones formales de la UE.
Pero esos altos ideales no eran la principal preocupación de los votantes. Europa había conseguido la paz a través de la prosperidad: la clave para la disuasión de conflictos fue el mantenimiento de relaciones económicas mutuamente ventajosas. Pero conforme los recuerdos de la guerra se borraron, el medio se convirtió en fin: la prosperidad pasó a ser lo único importante.
De modo que cuando en 2008 los mercados se derrumbaron y Europa se hundió en una serie de crisis (agravadas por deficiencias en la arquitectura europea), la gente perdió confianza en la viabilidad, por no hablar de la deseabilidad, del proyecto europeo. Estas dudas se intensificaron conforme otras tendencias (incluidas la globalización, la automatización y el creciente dominio de las grandes empresas tecnológicas) transformaron las economías y las sociedades, creando nuevas fuentes de inseguridad.
Las economías habían trascendido con creces a las sociedades, y carecían por tanto de las bases sociales que tenían en el pasado. Al combinarse esto con un incremento de la regulación estatal, la ciudadanía sintió una pérdida perceptible de control.
La incertidumbre resultante produjo miedo y frustración, y alentó el descontento popular, no sólo en relación con los defectos del sistema, sino también contra el sistema mismo, y contra las “élites” que lo “impusieron”. Con el impulso de políticos oportunistas, los partidos políticos tradicionales se convirtieron en el enemigo y los expertos perdieron credibilidad. Hasta la verdad misma está bajo ataque.
Para ser eficaz, una respuesta a este desafío debe ser amplia, multidimensional y firme. En los países europeos (y en las democracias occidentales más en general), esa respuesta demanda un diálogo más profundo entre la dirigencia política y la ciudadanía, y que se trabaje para reforzar la resiliencia de la sociedad. En el nivel europeo, también demanda la formulación de una raison d’être clara que trascienda la prosperidad. Pero también implica la construcción de una estructura institucional más eficaz y orientada a resultados.
La UE ha sido una empresa intergubernamental, más que transnacional, al menos desde la crisis financiera. La autoridad para fijar la agenda y tomar decisiones sigue siendo de los gobiernos nacionales, en un proceso dominado en general por los estados miembros más poderosos (especialmente Alemania) y por disidentes disruptivos como Hungría y Polonia.
Durante la crisis financiera, los europeos esperaban que la solución viniera de la canciller alemana Angela Merkel (no del entonces presidente de la Comisión Europea José Manuel Barroso). Y aunque el sucesor de Barroso, Jean-Claude Juncker, declaró que la Comisión que él encabezaba era la “última oportunidad” de recuperar el apoyo de la ciudadanía, Merkel también dominó la toma de decisiones estos últimos cinco años. Sirve de ejemplo la cuestión migratoria, donde decisiones que afectaban a toda la UE (incluido el acuerdo del bloque con Turquía) se tomaron una y otra vez en Berlín, consultando poco o nada al resto de los estados miembros. Es la realidad.
Y sin embargo el Parlamento Europeo y la Comisión trataron de aumentar sus propios poderes. Pero no es así como lograrán un lugar significativamente central en la formulación de políticas. En vez de intentar ampliar sus competencias como modo de contrarrestar el poder de los estados miembros, estas instituciones deberían concentrarse en sus ventajas comparativas.
En el caso del Parlamento Europeo, dada la oposición a ceder soberanía incluso en lo referido a los temas más prácticos, tal vez debería posicionarse como una fuente de datos fácticos, ideas y objetivos, más que como un colegislador. En este tiempo de desinformación y confusión, el Parlamento Europeo podría llevar a cabo estudios creíbles y difundir investigaciones autorizadas, como hace la Cámara de los Lores en el Reino Unido.
En el caso de la Comisión Europea, el objetivo debería ser fortalecer su papel de protectora del espíritu y la visión de los tratados de la UE, y asumir responsabilidad por la correcta implementación de las políticas. Para esto es necesario que deje de pretender mostrarse como el capitán del barco en cada oportunidad que se le presenta. Estos últimos años quedó bien claro que sin apoyo político, la Comisión no puede fijar y seguir cualquier rumbo, trátese de las migraciones, la independencia energética o la defensa. Esta imposibilidad debilita la credibilidad de la UE y supone un derroche de tiempo y recursos.
En cuanto al Consejo Europeo, debe actuar más como un cuerpo colegiado y menos como pregón de las ideas de ciertas capitales en la determinación del rumbo. En esto, serán cruciales la función y la personalidad de quien ocupe la presidencia del Consejo después de la elección europea, quien dará la pauta.
Concentrándose en reconstruir las dos formas de confianza, la Comisión, el Parlamento y el Consejo que surjan de las próximas elecciones pueden fortalecer la legitimidad de la UE y facilitar el avance en áreas centrales, como consolidar el euro y completar la creación del mercado común y de la unión bancaria. Esta nueva UE fortalecida estará mucho mejor equipada para defender los intereses y valores europeos en la escena internacional, lo que aumentará todavía más la fe de la opinión pública en ella.
Pero si las instituciones de la UE no muestran la humildad y visión necesarias, ese círculo virtuoso no surgirá. Tal vez el barco europeo siga a la deriva, sin rumbo; o peor, haciendo agua hasta finalmente hundirse. Y en los tormentosos mares de una competencia cada vez mayor entre grandes potencias, es posible que eso sea mucho antes de lo que la dirigencia europea parece reconocer.