El poder de Estados Unidos, sin la sabiduría

MADRID – En la mitología griega, estaba profetizado que Metis (primera esposa de Zeus y diosa de la sabiduría) daría a luz a un hijo que, armado con la astucia de su madre y el poder de su padre, destronaría al rey de los dioses. Para evitarlo, Zeus devoró a Metis embarazada. El hijo usurpador anunciado por la profecía no nació, pero de la frente de Zeus brotó una hija, Atenea.

Las cualidades de metis (sabiduría, astucia) y bía (fuerza bruta) fascinaban a los antiguos griegos. A veces reverenciaban a la primera, encarnada en Ulises, el héroe legendario de la Odisea, el poema épico de Homero; a veces a la segunda, personificada en grandes guerreros como Aquiles. Pero el ideal era la combinación de ambas, y todavía sigue siéndolo.

Durante las últimas siete décadas, Estados Unidos parecía haber encontrado el modo de lograr el siempre difícil equilibrio entre metis y bía. Provisto de abundantes recursos, sin competidores en la región y, rodeado en gran medida por océanos, Estados Unidos reunía todas las condiciones para ser una potencia global. Pero lo que le permitió mantener su posición como principal superpotencia del mundo fue la naturaleza polifacética y flexible del estilo de liderazgo estadounidense que combinaba las ventajas militares, demográficas y económicas con un mensaje cultural atractivo y una diplomacia inteligente.

En vez de imponer su voluntad al resto del mundo por la fuerza, Estados Unidos se situó como una potencia sistémica, comprometida con la defensa de un orden mundial más amplio, que en definitiva servía a los intereses de todos. Usando tanto palos como zanahorias, Estados Unidos convenció a los países de que participar en ese orden era más provechoso que rechazarlo. Esta combinación de persuasión y fuerza (metis y bía) fue la base del liderazgo internacional de los Estados Unidos.

Pero el gobierno del presidente estadounidense Donald Trump está haciendo estragos en ese sistema cuidadosamente calibrado. Lejos de exhibir capacidad de persuasión, como insinúa el título de su libro El arte de la negociación, Trump está tratando de imponer su agenda de “Estados Unidos primero” al resto del mundo recurriendo exclusivamente a la fuerza bruta.

De esta predilección de Trump por el uso del poder hay abundantes ejemplos; se revela en su presión a los países europeos, no sólo para que inviertan más en defensa en cumplimiento de sus obligaciones dentro de la OTAN (lo cual es una petición válida), sino también para que sigan destinando esas inversiones a la compra de sistemas de armamento de fabricación estadounidense. También se evidencia en sus belicosas amenazas contra presuntos enemigos de Estados Unidos. En estos últimos tiempos, la administración Trump ha batido los tambores de guerra contra Irán al que, sobre la base de imprecisos datos de inteligencia, adjudica la autoría de misteriosas explosiones que desde mayo han inutilizado seis buques cisterna comerciales en el golfo de Omán, para así justificar una acumulación de fuerzas militares en la región.

La tendencia de Trump a anteponer la fuerza a la maña se evidencia todavía más en el entusiasmo con que su gobierno utiliza herramientas económicas (en concreto, sanciones y aranceles) para promover sus intereses políticos. La atención de la prensa está puesta sobre todo en la escalada de guerra comercial con China. Pero la reciente amenaza de Trump de imponer abrumadores aranceles a las importaciones procedentes de México, si el gobierno de este país no ponía freno a la migración a través de su frontera norte, fue particularmente elocuente. Como dijo muy satisfecho Trump hace poco: “los aranceles son algo hermoso cuando eres la alcancía y tienes todo el dinero”.

Y, sin embargo, las enseñanzas de la historia son claras: al preferir la fuerza a la persuasión, Estados Unidos debilita su propia autoridad y coquetea con la catástrofe. Es lo que sucedió en 1950, cuando el general Douglas MacArthur, tras expulsar del sur de la península de Corea a las fuerzas norcoreanas, cometió la imprudencia de marchar hacia el norte, donde las tropas estadounidenses y aliadas se encontraron con las fuerzas chinas y fueron derrotadas.

Volvió a suceder en 1964, cuando Estados Unidos usó ataques de torpederos norvietnamitas contra destructores estadounidenses en el golfo de Tonkín como pretexto para que el Congreso aprobara una resolución que permitió al presidente Lyndon B. Johnson, y luego al presidente Richard M. Nixon, escalar la involucración militar de los Estados Unidos en la Guerra de Vietnam (los paralelos con la situación actual en el golfo de Omán son, como mínimo, preocupantes).

Estados Unidos cometió un error similar al inicio de este siglo en el transcurso de la Guerra contra el Terrorismo, que se basó en el uso masivo de la fuerza, en vez de la astucia estratégica preferida por muchos diplomáticos estadounidenses, y sembró la inestabilidad en un Oriente Medio ya de por sí frágil.

Es verdad que a veces el péndulo del liderazgo estadounidense también oscila demasiado en la otra dirección. El predecesor de Trump, Barack Obama, se apoyó tanto en la persuasión blanda, que Estados Unidos perdió gran parte de su credibilidad como garante de la estabilidad global. Esto contribuyó a sentar las bases del desorden actual.

Tanto en la antigua Grecia como en el mundo moderno, el uso excluyente de metis o de bía tiene eficacia limitada. Con el tiempo, es posible adelantarse a la astucia y contrarrestarla, y la fuerza se puede ir desgastando gradualmente o, una vez identificada una debilidad fundamental, destruirse en muy poco tiempo.

Estados Unidos tiene aún poder suficiente para imponer su voluntad a otros países. Pero el mundo ya está trabajando para cambiar eso. Cada vez más voces se alzan contra el uso exclusivo del dólar en las transacciones internacionales; el Banco Central Europeo promueve un mayor uso del euro a nivel internacional, y China firma acuerdos de swap de divisas para promover el yuan.

En general, las últimas décadas de poderío estadounidense han sido beneficiosas para el mundo. Pero el futuro tal vez no sea tan benigno o productivo. Para preservar y perpetuar su poder (y favorecer la paz y la prosperidad mundiales) Estados Unidos debe mantener un delicado balance entre la astucia y la fuerza. Y a Trump no se le asocia precisamente con el equilibrio.