Multiliteralismo sin añoranzas

El poeta Jorge Manrique perdura en la memoria colectiva española por la sentencia cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Es el reconocimiento de un rasgo profundamente humano, la tendencia a mirar con nostalgia al pasado. Este impulso se ve especialmente acentuado en tiempos de cambios radicales.
Por ello, en los últimos años, a la par que se ha ido generalizando la percepción del mundo sumiéndose en un periodo de caos e incertidumbre, no es de extrañar que hayamos sido testigos de lamentaciones sobre el “fin del orden liberal internacional” y del “multilateralismo eficiente”. No es ésta la actitud que inspira estas líneas.

Y no es que este periodo no sea digno de tributo. Sino todo lo contrario. El ascenso y el arraigo del orden basado en reglas junto con la expansión de la democracia liberal en las últimas siete décadas han traído paz y prosperidad sin precedentes. No necesitamos a Steven Pinker para saber que, en términos de grandes números, la humanidad nunca ha disfrutado de tanta seguridad y de tanta libertad.

Pero centrarnos en el pasado puede hacernos perder de vista los retos que tenemos ante nosotros. Y restar fuerzas para abordarlos. En los años posteriores a la crisis financiera de 2008, el populismo nacionalista se convirtió en una importante fuerza política en todo Occidente. Clave en este ascenso fue la retahíla constante de mensajes que prometían el regreso a distintas formulaciones de la Arcadia feliz. Y este fenómeno lo hemos visto, y lo vemos, no solo en partidos considerados marginales como el Frente Nacional de Marine Le Pen o el Partido por la Libertad de Geert Wilders sino, cada vez más, en los principales partidos del establishment como son los conservadores del Reino Unido (“I want my Great Britain Back”), o el Partido Republicano de los Estados Unidos (“Make America Great Again”). Y hemos sido muchos, entre los defensores del liberalismo y del multilateralismo, en subrayar que hoy no se pueden aplicar soluciones de ayer; un imposible retorno al futuro. Las lentes de color de rosa a través de las cuales los líderes populistas presentan el pasado no reflejan ni la realidad del pasado ni del presente.

Lamentablemente, la enfermedad de la nostalgia tan acertadamente diagnosticada en otros se ha deslizado, asimismo, en el discurso de aquéllos que creen en un multilateralismo robusto. Las odas al pasado proliferan. Pero el mundo ha cambiado. Las condiciones que permitieron florecer al orden internacional liberal han cambiado. Un simple chasquido de dedos no hará que vuelvan.
Centrarnos en el pasado puede hacernos perder de vista los retos que tenemos ante nosotros. Y restar fuerzas para abordarlos.

Porque este alejamiento del multilateralismo robusto no es una deriva temporal. Aunque Donald Trump se haya erigido, a satisfacción de no pocos, en epítome del desprecio a la cooperación internacional, los factores origen de su debilitamiento le preceden y se prolongarán más allá de su presidencia.
El mundo está en un momento de mutación. Los impulsores de este cambio son bien conocidos. La tecnología y los nuevos medios de comunicación han alterado la forma en la que trabajamos e interactuamos.

El flujo simultáneo sin trabas y sin fronteras de personas, ideas y capital ha debilitado al Estado como actor principal en la escena internacional. Al tiempo, el poder geopolítico se ha desplazado de Occidente a Oriente y, a la vez, se ha desagregado. No son estos movimientos a corto plazo. Están alterando el funcionamiento de las estructuras que articulan la sociedad.
En Occidente, motor del multilateralismo desde la Segunda Guerra Mundial, nos enfrentamos súbitamente a lo que hoy hemos dado en llamar un “problema de relato”.
La glosa de estas mutaciones rebasa el alcance de este artículo. Lo que resulta relevante, sin embargo, es el impacto que estos cambios tienen en la construcción de consensos, tanto nacionales como internacionales. Y aquí el diagnóstico es bastante simple: esa construcción se hace más difícil.

El multilateralismo se facilita cuando hay a) un dominio del poder ejercido por unos pocos; y b) un apoyo (activo o pasivo) de la mayoría. Si solo algunos actores tienen la capacidad de dirigir la nave, y una mayoría la acompaña, las soluciones son más fáciles de diseñar e implementar. Y sí, efectivamente esto no es “la gran visión”. Pero es que, en estos tiempos de mutación, la niebla se cierne, y no hay alternativa a la navegación a la vista. Esta es la realidad a la que se enfrenta la comunidad internacional. A medida que el consenso se rompe dentro de las sociedades y el poder se hace más difuso a nivel mundial, la elaboración y ejecución de respuestas multilaterales resulta cada vez más difícil.

No corresponde tampoco ahondar aquí en los factores sociales internos. Pero merece la pena destacar algunos aspectos. En Occidente, motor del multilateralismo desde la Segunda Guerra Mundial, nos enfrentamos súbitamente a lo que hoy hemos dado en llamar un “problema de relato”. Esta situación es particularmente aguda en Europa que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, se erigió en actor principal y laboratorio avanzado del multilateralismo como misión. Desde el punto de vista europeo se puede calificar como misión histórica. En los años de la posguerra se trataba de lograr la reconstrucción y la paz. A lo largo de la Guerra Fría, la seguridad y la preservación de la libertad. Tras la Guerra Fría, la construcción de instituciones, la reunificación y la expansión. Y en la persecución de estos objetivos, los medios utilizados se resumen en cooperación y prosperidad. Pero, a medida que la paz y la seguridad se dieron por hecho, se percibieron como inexorables y, a medida que el recuerdo de la guerra se fue desvaneciendo, la prosperidad se convirtió en un fin en sí mismo. El problema es que la prosperidad es una argamasa inestable. Y con la crisis financiera comenzó a desmoronarse.

Puesto que hay más voces, opiniones e intereses contradictorios en liza, la formulación de políticas ya no es una empresa exclusivamente impulsada por la élite.

Al tiempo, y a medida que las sociedades nacionales se han ido fragmentando y polarizando, la creación de un apoyo activo de base amplia, o incluso el mantenimiento de un consenso, se han vuelto prácticamente imposibles en cualquier campo. El antiguo presidente de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, Tip O’Neill, dijo que “toda política es política local”. En el mundo actual de redes sociales y noticias 24 horas al día podríamos añadir un codicilo: “toda política es política individual”. La atomización, la emergencia del hombre isla, origina la proliferación de controversias políticas y la compartimentación de los debates en cámaras de eco, en silos aislados. Así hoy, en prácticamente cualquier área, observamos retrocesos. Precisamente este carácter fragmentario y de célula cerrada imposibilita el análisis de conjunto, el debate político y los objetivos ambiciosos y complejos.

Abundan los ejemplos. En el contexto de las negociaciones comerciales de la UE con Estados Unidos, el desarrollo de un mecanismo modelo que equilibra la protección de los inversores con el interés público en el campo de los procedimientos de solución de diferencias entre inversores y Estados (SDIE) se debió en no poca medida a la presión ejercida por la opinión pública. Esa herramienta supone un avance claro en el difícil ejercicio de la solución de diferencias entre inversores y Estados y abre interesantes perspectivas de réplica a nivel global. La dificultad se focaliza, sin embargo, en la falta de consenso. El apoyo pasivo hace más difícil sellar y llevar a la práctica este tipo de acuerdos. Y aquí, el hecho de que la UE y Estados Unidos no lograsen cerrar con éxito el acuerdo comercial resulta igualmente instructivo. Puesto que hay más voces, opiniones e intereses contradictorios en liza, la formulación de políticas ya no es simplemente una empresa exclusivamente impulsada por la élite, lo que complica la situación.

En el plano internacional, y más allá de las acciones estatales, vemos una dinámica similar. En primer lugar, hay una proliferación de actores relevantes: la sociedad civil, las empresas, las organizaciones caritativas, los grupos religiosos y los personajes destacados, cada uno con sus propias perspectivas y sensibilidades hermenéuticas. La gobernanza mundial ya no es ámbito exclusivo de los Estados. La incorporación de estas voces a la mesa de negociación presenta desafíos tanto sustantivos como logísticos.

La primera década del milenio ha recalibrado geográficamente la riqueza en el mundo.

Pero, más allá de esto, lo que hace del multilateralismo robusto un verdadero desafío es la cada vez mayor falta de dirección y liderazgo de la comunidad internacional. Desde el final de la Guerra Fría, Estados Unidos ha desempeñado el papel de nación indispensable, fijando el rumbo e impulsando la ejecución de respuestas multilaterales. En ese periodo reunía, junto con sus aliados occidentales, una masa crítica de poder (económico, militar, político, moral y cultural) que le permitía guiar los acontecimientos. Hoy no es así.

Cabe señalar fechas cruciales en esta ruptura progresiva de la autoridad, el poder y la influencia: la acción militar de la OTAN de 1999 contra Serbia; los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 y la posterior Global War on Terror; la intervención en Irak en 2003 y en Libia en 2012; el rechazo en 2005 a la Constitución Europea por parte de los votantes franceses y holandeses. Y, sobre todo, la crisis financiera de 2007-2008. Cada uno de estos acontecimientos ha socavado el poder occidental, su potencial y su inclinación a liderar. La primera década del milenio ha recalibrado geográficamente la riqueza en el mundo. Las implicaciones para el multilateralismo de estos procesos simultáneos son ya patentes. De hecho, tres eventos acaecidos en el corto plazo de 18 meses resultan particularmente reveladores del nuevo orden mundial.

El primero ocurrió en julio de 2008 en Ginebra, cuando los negociadores comerciales se reunieron en un último intento de revivir la Ronda de Doha para el Desarrollo de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Doha se puso en marcha en 2001 en un esfuerzo por hacer que el comercio multilateral fuese más equitativo y sostenible, centrándose en las necesidades de las economías en desarrollo. Como tal, debería haber marcado una progresión de la cooperación multilateral. Pero, a diferencia de la anterior Ronda de Uruguay que trajo consigo la creación de la OMC y que estuvo dominada por un Occidente industrial triunfante de la Guerra Fría, la Ronda de Doha estuvo, desde el principio, plagada de dificultades. Las economías en desarrollo, lideradas por los gigantes emergentes India y China se rebelaron. Cuando los negociadores se reunieron en Ginebra, ya habían transcurrido siete años y tenido lugar siete reuniones formales dedicadas a “conversaciones”. Tras 10 días de debate, la reunión se fue al traste y con ella la Ronda. Aunque muchos han sido los llamamientos a reanudar las negociaciones y varias las fintas en esta dirección, no se ha producido ningún avance. Recientemente, en 2015, se llegó a un acuerdo cicatero sobre subvenciones a la exportación, muy lejos de la sólida reconceptualización del comercio que se concibió originalmente. Doha ha muerto. Y esta experiencia subraya el importante desafío del multilateralismo formal en un mundo de poder disperso.

Tras la caída de la Unión Soviética, el G7 (y más tarde el G8) fue la principal plataforma política que dio forma a la dirección de la gobernanza mundial en cuestiones como el alivio de la deuda, las oPeraciones de paz o la salud mundial.

El siguiente fue la Cumbre del G-20 de septiembre de 2009 en Pittsburgh. Muchos situarían la fecha clave antes, en noviembre de 2008, cuando se celebró la primera Cumbre de Líderes en Washington. Tan pronto se acusó formalmente la crisis financiera, el G-20 intervino como brigada global anti incendios poniendo en marcha mecanismos de respuesta de emergencia para evitar el colapso de la economía mundial. Pero en Pittsburgh, en 2009, el G-20 reemplazó formalmente al G-8 que actuaba como auténtico consejo permanente para la cooperación económica internacional. Fue un paso simbólico y significativo de entrega de la antorcha. Tras la caída de la Unión Soviética, el G7 (y más tarde el G8) fue la principal plataforma política que dio forma a la dirección de la gobernanza mundial en cuestiones que engloban desde el alivio de la deuda a las operaciones de paz o la salud mundial. Este comité de dirección del mundo personificó la preeminencia de “Occidente” en un orden internacional liberal en pleno auge. El G20 que lo sustituyó (más diverso) adoptó un enfoque flexible de la formulación de políticas con un fuerte énfasis en los compromisos no vinculantes. Ello refleja tanto un cambio en el centro de gravedad del mundo como una relajación de los procesos formales de cooperación. A medida que la toma de decisiones recae en una agrupación más amplia y variada, el consenso se hace más difícil de alcanzar dando lugar a compromisos progresivamente más flexibles y menos exigibles en derecho.
Este cambio en la forma de cooperación multilateral culmina un mes después de Pittsburgh en la Cumbre de Copenhague sobre el Cambio Climático de 2009. Copenhague iba a ser la culminación del esfuerzo e impulso europeos de años en aras de la creación de un marco internacional jurídicamente vinculante para hacer frente al cambio climático. El plan era simple, Europa lideraría con el ejemplo anunciando compromisos unilaterales para reducir las emisiones. La convicción europea era que el resto del mundo seguiría. Pero los europeos cometimos dos errores fatales. En primer lugar, no hicimos el esfuerzo necesario para construir un apoyo crítico a este enfoque. Pero más importante, Europa malinterpretó la voluntad, y el peso relativo de los que se constituyeron en actores fundamentales: China, India y Estados Unidos. Simplemente estaban en las antípodas. Resultó imposible que se sumaran a un planteamiento jurídicamente vinculante. La conclusión, mientras los planes europeos se desmoronaban, vino de la mano de Estados Unidos, China, India, Brasil y Suráfrica que negociaron entre ellos un acuerdo de ambiciones diluidas. Fue otro aldabonazo a una Europa debilitada, y a un Occidente falto de cohesión, pero es también la quintaesencia de los actuales límites de la cooperación tradicional basada en normas.
Y así, a los inicios de la década de 2010, el mundo se enfrentaba a una realidad incómoda. Incluso con la proliferación de los desafíos mundiales, la dispersión del poder hace que sea más difícil que nunca llegar a poco más que a acuerdos blandos e imprecisos en cuestiones políticas. Es el inicio de un periodo de gobernanza mundial en el que Estados Unidos da un paso atrás en su audaz liderazgo mientras las normas y estructuras que han definido el orden liberal posterior a la Segunda Guerra Mundial comienzan a desagregarse. Pero, en este periodo anterior a la elección de Donald Trump, era patente un esfuerzo por conservar y hacer evolucionar el sistema. De hecho, en estos años surgieron prototipos que apuntan posibles caminos a seguir en este mundo incierto.
A los inicios de la década de 2010, el mundo se enfrentaba a una realidad incómoda.

En 2015 Estados Unidos, China, Rusia, la UE, Alemania, Francia, el Reino Unido e Irán acordaron el Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC) sobre el programa nuclear de Irán. En los años siguientes hemos sido testigos de los numerosos desafíos que rodean al acuerdo. Pero, pese a todo, en su diseño vemos innovación y lecciones para el futuro. El PAIC no fue concebido como un cierre final, sino como un primer paso. Este ejercicio no se pretendió omnicomprensivo de las aristas que Irán presenta en la comunidad internacional, se buscó su limitación: apartar de la mesa durante un tiempo una cuestión particularmente espinosa y apremiante, como era la creciente capacidad de enriquecimiento de uranio, para permitir el progreso en otras áreas. En esto, los arquitectos del acuerdo eran conscientes de los anteriores inicios de desbloqueo de la compleja y polifacética cuestión

iraní en toda su amplitud, frustrados sistemáticamente precisamente porque su amplitud proporcionaba múltiples flancos débiles.
En un mundo que carece de un liderazgo fuerte y de poder disperso es necesario explorar y arriesgar. Necesitamos innovar.
El PAIC fue diseñado como primera etapa. La cláusula de extinción que pone fin a las limitaciones a las actividades de enriquecimiento de uranio por parte de Irán después de 10 y 15 años planteaba un ulterior acuerdo. Su flexibilización de las restricciones financieras estaba destinada a demostrar a la sociedad iraní, afectada por una prolongada recesión económica y a una inflación sistémica, que un enfoque moderado y cooperativo le aportaría beneficios tangibles. El hecho de no abordar otros problemas descaradamente obvios -como el programa de misiles balísticos objeto de sanciones por parte de Naciones Unidas, violaciones de derechos humanos, apoyo al terrorismo e intervención regional- era signo inequívoco no solo de la necesidad, sino también de la intención, de alcanzar acuerdos en otros ámbitos. El PAIC se diseñó como parte de un proceso más amplio en un contexto mucho más ambicioso. Es un acuerdo sobre la fijación de rumbo. Y desde estas consideraciones, es un ejemplo de cómo la cooperación multilateral puede ajustarse en nuestro mundo mutante.
El Acuerdo de París sobre el cambio climático es otro prototipo de esta categoría. París involucró a una amplia gama de actores y partes interesadas y, como tal, se ha esgrimido como un nuevo modelo de gobernanza. Pero donde París realmente brilló y donde proporciona un ejemplo importante es en su estructura. Al igual que con el PAIC, con el Acuerdo de París no se trataba de diseñar una etapa final, sino de dar un primer paso. Su arquitectura demuestra ingenio ya que, en vez de crear una estructura jerárquica rígida, el Acuerdo de París es un entramado complejo de instrumentos de distinta naturaleza, mezcla de elementos puramente declarativos con compromisos vinculantes e incentivos. Apretón de manos y reglas firmes. Es la urdimbre compleja de cientos de pequeños enlaces. No hay hilo conductor central. El efecto pretendido es avanzar en la misma dirección, pero no necesariamente al mismo paso.
Así pues, no se trata de modelos perfectos. Hoy, menos de cinco años después de su creación, ambos están amenazados. El PAIC está prácticamente muerto y la acción climática internacional se ha estancado. Es desafortunado, pero debemos extraer lecciones de estos esfuerzos multilaterales. No deben perderse. En un mundo que carece de un liderazgo fuerte y de poder disperso es necesario explorar y arriesgar. Necesitamos innovar.

La progresiva apertura y liberalización que dimos por inexorable se ha invertido, y surgen por doquier barreras al comercio y a la circulación.

Sin embargo, desde la asunción de la presidencia de Estados Unidos por Donald Trump, aparecen nuevas dificultades. China está cada vez más presente, no ya como gran potencia que ha de encontrar acomodo dentro del sistema global, sino como centro de un emergente sistema que amenaza con minar la comunidad internacional, tal como la entendemos desde el final de la II Guerra Mundial. El Secretario General de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, abordó esta tendencia y la necesidad de evitarla en la Asamblea General de las Naciones Unidas de 2019: “Temo la posibilidad de una Gran Fractura: un mundo dividido en dos, con las dos economías más grandes de la tierra creando dos mundos separados y compitiendo el uno con el otro… Debemos hacer todo lo posible para evitar esa Gran Fractura y mantener un sistema de poderes de ámbito universal basado en una economía mundial que respete el derecho internacional, en un mundo multipolar con fuertes instituciones multilaterales”.

La pregunta hoy es ¿cómo hacerlo? El espectro de un conflicto entre grandes.

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