La tentación del déspota
Cuando le preguntaron por el dictador nicaragüense Anastasio Somoza, el entonces presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt supuestamente contestó: “Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. Apócrifa o no, esta salida presidencial, compendia en buena medida la política exterior de EE.UU. durante la Guerra Fría y resume la visión compartida en Occidente respecto de una parte relevante del mundo durante esa época.
Hoy se dibuja una tendencia más alarmante si cabe, por la que algunos dirigentes occidentales parecen inclinarse, no ya por (y ante) “nuestro hijo de puta”, sino por (y ante) cualquier hijo de puta capaz de imponer estabilidad a cualquier precio. Un planeamiento tan seductor como falaz y la experiencia deberían llevar a nuestros líderes precisamente en sentido opuesto. Después de todo, el clientelismo ostensiblemente pragmático de la Guerra Fría se tradujo en demasiadas ocasiones –el Shá de Irán, Lon Nol en Camboya, Augusto Pinochet en Chile, o Mobutu Sese Seko en la República Democrática del Congo, por nombrar a unos pocos– en inseguridad y desorden en el medio y largo plazo.
Pero éstos son tiempos desesperados. Incapaz de frenar la violencia, el sufrimiento y el caos que tienen sepultados a Oriente Medio y parte del Norte de África, y cuyas consecuencias se resienten cada día con más fuerza en Europa, Occidente vuelve a caer en la trampa de la Guerra Fría, y sólo busca a alguien –y ahora virtualmente acualquiera– que ponga orden.
Frente a la anarquía es comprensible que la estabilidad resulte atractiva, sin importar de dónde brote. Esta claudicación se hace especialmente visible en Siria: tras años de proclamar que su presidente Bashar al-Asad era el problema, ahora, un buen número de políticos y estrategas europeos, desde la Canciller alemana Angela Merkel al Primer Ministro británico David Cameron, o el Secretario de Estado John Kerry insinúan que en realidad al-Asad podría ser parte de la solución –o por lo menos de la transición. El presidente del gobierno de España, Mariano Rajoy, ha llegado incluso más lejos al decir que el mundo deberá “contar con” al-Asad para luchar contra ISIS.
Fruto de la urgencia o la resignación, este giro de Occidente evidencia una visión puramente cortoplacista –reforzada, especialmente en Europa, por la existencia en Libia de otro vacío de gobernabilidad–. Y explica el apoyo al régimen represivo de Abdelfatah al-Sisi en Egipto, pese a las dudas sobre sus planteamientos de gobierno. Su fundamento es la falsa disyuntiva autocracia-inestabilidad, que precisamente autócratas como el presidente ruso Vladimir Putin promueven con especial interés.
“En lugar de impulsar reformas”, declaró Putin recientemente ante la Asamblea General de Naciones Unidas, “la injerencia agresiva del exterior ha derivado en… violencia, pobreza y caos social”. Según esta lógica, un gobierno fuerte liderado por al-Asad habría de tener efectos opuestos, y esto es justamente lo que Rusia intenta demostrar con su intervención en Siria.
Pese a la fatiga que atenaza a Occidente; y por atractivo que resulte y convincente que parezca este planteamiento, la Guerra Fría y sus sangrientas postrimerías revelaron con crudeza que la tiranía no aporta genuina estabilidad, y desde luego nunca en el largo plazo. No es posible reprimir la aspiración humana por la dignidad y el respeto, piedras angulares del buen gobierno, y menos aún en estos tiempos en que los individuos tienen un acceso sin precedentes a la información a través de Internet y de la tecnología móvil.
La buena gobernanza es decisiva para la estabilidad a largo plazo. Pero, al igual que ésta, no puede imponerse desde el exterior; requiere de un desarrollo orgánico. El Cuarteto para el Diálogo Nacional en Túnez –el grupo de asociaciones civiles que recibió el Premio Nobel de la Paz de 2014 por su “decisiva contribución” a la democracia tras la revolución de 2011– ha demostrado la fortaleza de la sociedad civil en la defensa de la estabilidad. Para contribuir a la labor de normalización de las regiones más turbulentas, la comunidad internacional debería erigir el caso tunecino en modelo, y no cejar en su compromiso por que siga su camino hacia la consolidación democrática. Deberíamos respaldar la fragua de este tipo de actores, en lugar de dejarnos atrapar por las fábulas admonitorias de Putin sobre Siria y Libia.
Los dirigentes occidentales han mostrado en repetidas ocasiones carecer de la paciencia y la dedicación imprescindibles para comprometerse humilde y coherentemente con estas comunidades en crisis, y evidenciado su incapacidad de aportar en el largo plazo la asistencia fiable necesaria para atajar el colapso del Estado antes de que arraiguen las disquisiciones entre autocracia y anarquía. Por el bien de todos, es hora de coherencia y compromiso.