El desprestigio de la Presidencia de los Estados Unidos
MADRID – La frase es de Lyndon B. Johnson, expresidente de los Estados Unidos: “la presidencia [de los Estados Unidos] ha engrandecido a quien la ha ostentado, sin importar su pequeñez”. Donald Trump aparece, hoy, como excepción a la regla. Capaz de rebajar la Presidencia a la altura de su persona, supone un verdadero desafío para la institución.
La Presidencia de los EE.UU. —y no la persona que la ostenta— es clave de bóveda del orden internacional; timón que encauza el mundo tanto en tiempos de calma como en periodos convulsos.
Con Trump al mando, el timón parece haberse roto y el sistema entero podría quedar varado en aguas peligrosas de las que será muy difícil escapar, incluso cuando él ya no esté en el poder: el verdadero riesgo de su mandato reside no tanto en superar el trance de los próximos cuatro años, sino, a largo plazo, en un mundo sin rumbo.
A menudo se compara a Trump con otros presidentes. La salida del director del FBI, James Comey, que dirigía la investigación sobre las posibles vinculaciones de su campaña con Rusia, y el subsiguiente nombramiento por el Departamento de Justicia de un fiscal especial para proseguir dicha investigación, han dado lugar a comparaciones con los escándalos que tiñeron el final de la era Nixon. Y los más condescendientes ven en Trump destellos de Ronald Reagan, otro outsider republicano inicialmente percibido como una amenaza para el orden mundial.
Pero Trump no es ni Nixon ni Reagan. Es un fenómeno único, un presidente de reality show, maestro en palabras tan huecas como eficaces en las redes sociales, un superdotado del circo digital, sin la visión, la consistencia y la lucidez que exige el mundo crecientemente acelerado y profundamente interconectado de hoy. Peor aún, las dudas que suscita afectan directamente al funcionamiento mismo de la Presidencia de los EE.UU., todavía hoy nación indispensable.
El entorno del presidente reclama no dar importancia a lo que éste dice, sino a lo que hace; ignorar sus vehementes acusaciones y sus incesantes contradicciones; buscar consuelo en los profesionales que lo rodean —su secretario de defensa James Mattis, su secretario de Estado Rex Tillerson, y su asesor de seguridad nacional H.R. McMaster—; esperar pacientemente a que suceda lo que tenga que suceder.
Este enfoque sólo puede precipitar el desgaste de la Presidencia. Buscar consuelo en el gabinete carece de sentido. Cabe cuestionar si serán capaces de aguantar las presiones internas. No hay ninguna garantía de que así vaya a ser, a juzgar por el contorsionismo retórico de McMaster para describir la reunión con el ministro de asuntos exteriores de Rusia, Sergei Lavrov, en el Despacho Oval, en la que Trump habría revelado información altamente confidencial sobre inteligencia aliada. Además, esta transferencia de responsabilidad plantea serios problemas prácticos, como se ha visto recientemente: ¿qué sucede en caso de contradicción entre las palabras de Trump y las de algún “adulto” de su gabinete?
Sin reparar en este quebranto a la Presidencia, Trump parece cómodo en su papel de figurante. Se dijo que, ya durante la campaña, barajaba poner a su vicepresidente a cargo de las carteras de interior y de exteriores, para asumir él la responsabilidad de “Devolver la grandeza a los Estados Unidos”.
Esta actitud es insostenible. Por maltrecha que esté la Presidencia, el presidente de los EE.UU. es voz de autoridad en asuntos globales. Resulta difícil negar que, cuando habla, el mundo entero le escucha. Y esta prerrogativa no debe malgastarse en indignantes tuits o mítines partisanos.
Y no es demasiado tarde: Trump puede trascenderse, hablar al mundo alto y claro, y consolidar su liderazgo. Pero el tiempo corre. Su primera gira internacional con encuentros tanto esencialmente bilaterales —Arabia Saudí, Israel, Autoridad Palestina y Santa Sede— como multilaterales —OTAN, Unión Europea, G7— concluida el sábado pasado, ha resultado una oportunidad perdida. Los comentarios de Angela Merkel sobre la falta de fiabilidad del aliado americano subrayan la excepcionalidad de esta situación.
Cuando Trump siga políticas mal encaminadas, deberemos objetar. Cuando actúe contra nuestros valores o intereses, deberemos hacerle retroceder. Cuando ofenda, deberemos defender. Pero el mundo no puede permanecer indiferente observando cómo se desmorona la Presidencia de los Estados Unidos.